miércoles, 8 de junio de 2016

Ocho inviernos.

Una brisa cálida toca mi piel. Quema mis miedos a la vez que refresca mi valentía.
Llevo un buen rato sentada sobre esta piedra del acantilado, a la orilla del mar.

Desde aquí puedo observar todo el pueblo. Desde aquí, las personas parecen puntitos negros y sus palabras viajan por el aire hasta llegar a mis oídos.
Desde aquí puedo ver a un hombre entrar en la floristería mientras sus ojos emiten un brillo constante.
En el parque de al lado, dos jóvenes se prometen amor eterno entre caricias y besos a escondidas.
Una chica camina, en el otro extremo, por la orilla del mar. Sus manos agarran un cuaderno y un boli.
Es la misma chica de siempre. Siempre a la misma hora, en el mismo sitio. Cada día.
Me gusta contemplarla e imaginar qué misteriosas palabras recoge ese papel.
Quizá sean cartas a un amor imposible. Quizá sean palabras de despedida. Quizá sean planes de futuro. Quizá sea una lista de cosas por hacer en la vida..

Sonrío.
Cierro los ojos y me dejo llevar por el olor a sal y humedad.

Al abrirlos, veo unos ojos preocupados mirando hacia a mi. La brisa ha hecho que las hojas del cuaderno volasen hasta aquí.
Mis manos alcanzan una de ellas y mi curiosidad puede con mis ganas de dejarla volar.
Mi boca se abre levemente mientras contempla la belleza que hay impregnada en el papel.
Jamás había visto el mar reflejado con tanta tristeza. Todo gris. Todo perdido.

Una mano me toca el hombro. Su mano.
Ha venido a recoger su dibujo.

Le pregunto el significado de su obra.
Me cuenta que, hace años, su padre salió a faenar. No era un día especialmente malo en la mar ni un día a señalar en el calendario. Simplemente era un día normal.
Me cuenta que le hizo una promesa, que cada día volvería a la orilla del mar a esperarle hasta su regreso.
Me cuenta que, algún día, volverá a casa. Que ya van ocho inviernos desde aquello, pero que ella no pierde la esperanza.

Le devuelvo su retrato.
Se va.
Una lágrima recorre mi mejilla hasta caer al suelo.

Y me quedo allí, de pie, mirando al horizonte por si, por casualidad, allí donde se juntan cielo y mar, apareciese un puntito negro.